domingo, 3 de enero de 2010

Rubayat








El filósofo escocés David Hume utiliza la palabra “gusto”. Para él el arte y lo estético es una cuestión muy parecida a lo gastronómico. Como emotivista, Hume estima que nuestras evaluaciones estéticas no están en función del placer o la molestia que provocan. Así como una persona con el sentido del gusto atrofiado por una enfermedad, no está en disposición de evaluar adecuadamente el sabor que le llega al paladar; al igual que alguien sin previa educación no estaría preparada para juzgar correctamente una obra de arte. De ahí Hume trae a colación el preciado caldo; el cual aparece ora si ora también en los versos del poeta en el cual nos centramos.


Los sentidos son los gondoleros que nos transportan inmediatamente a un momento o circunstancia concreta según los archivos que recoge nuestra mente, a veces, sin noción propia del individuo. El cuerpo del vino en el paladar es capaz de traernos la nostalgia de La Chope du Chateau Rouge , de rememorarnos las más exquisitas conversaciones de aquel invierno resguardados en una pequeña bodega de la calle Colón de Madrid haciéndonos recordar cada conversación a veces indecente o codificada para que nadie comprendiera de nosotros. Recuerdo el jardín vallado de las fresas y hasta la temperatura de los pies… todo absolutamente todo lo encierra celosamente para solo volver a mostrarlo en la próxima dulce ingesta.
Si no es cierto que los olores son los más famosos reminiscentes de los recuerdos, ¿porqué no debiera serlo también el paladar? pues debemos saber que lo uno va unido a lo otro o si no prueben a degustar una cucharada de lo primero que se les ocurra y tápense la nariz; podrán advertir que el sabor no es igual de intenso y a penas distinguirían unas notas. La cuestión se acentúa aún más si además de taparse la nariz cierran los ojos, no pudiendo así distinguir entre un color u otro, su morfología, si tiene o no motas, etc. Les adelanto que no acertarán repetidas veces. Todo esto se debe a que las papilas gustativas no distinguen más que lo dulce, lo salado, lo ácido o lo amargo, proviniendo el resto de la información del olor de los alimentos.

Quiero con esto lanzar la hipótesis de que si bien el paladar que deja la estela del vino nos remonta a los eventos más ocultos en nuestro corazón o en nuestra mente, en el caso de que no sean unos románticos; el olfato se encarga de elevarnos hasta su atmósfera teñida en madera y sándalo del perfume, el carbón de las castañas y la humedad de la lluvia; nuestros ojos nos muestran una serie de imágenes lanzadas con ametralladora completando así todas las dimensiones posibles. Un aliento de vida a la par que un recuerdo hiriente servido en una copa.





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